Cuántas
veces hemos deseado borrar un día, un instante, un momento, hasta un año de
nuestras vidas, borrarlo todo y vaciar nuestra memoria. Cuántas veces no
deseamos volver a ser niños, vivir todo de nuevo, recuperar lo que se fue o
dejar que el tiempo ponga las cosas en su lugar. Algunos simplemente no esperan
nada del tiempo.
Da lo mismo regresar o avanzar, simplemente renuncian a que el tiempo continúe
su paso y se marchan con lágrimas y un largo adiós. Si deseáramos en algún
momento perder completamente la memoria y apretar el botón “comenzar de nuevo”,
¿cuántas cosas nos perderíamos? Serían como aquellas cosas que se extravían
accidentalmente en una mudanza y luego se extrañan. Perderíamos el calor del
primer beso y la sensación de aquel amanecer que fue perfecto.
La nostalgia por amores pasados y la inocencia con la que nos entregamos a lo
desconocido, esa primera vez. Quedarían atrás los amigos que iban a ser
eternos, las cartas que nos hicieron llorar, la primera o última vez que vimos
a un gran amor, los brazos más cálidos, el día que pensamos que se iba a acabar
el mundo, el dolor más bonito, la sonrisa más esperanzadora, el nacimiento del
sentimiento más puro.
¿En realidad comenzamos una vida nueva o, por el contrario, matamos otra llena
de bellos recuerdos? Dejamos una vida y un presente que nos da infinitas
oportunidades, por soñar con un futuro perfecto que no existe o un pedazo de
cielo donde no sabemos qué nos espera. ¿Vale realmente la pena perder la
memoria?
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